Non sum qualis eram.
Sentado, con una postura encorvada y una almohada en la espalda, vio la puerta que separaba el sueño ajeno de su propia vigilia, alumbrada por una lámpara sobre su mesita de luz. Gritar, hablar, o emitir un sonido, parecía un delito en medio de la madrugada. El perro, aún así, no sentía culpa al ladrar por nimiedades; acompañaba a sus colegas guardianes, también noctámbulos.
Un libro había estado ocupando el centro de su atención, hasta que un pensamiento obstruyó su concentración. Su mirada se perdió entre los estantes, enfocándose en algo que había detrás de las paredes. Sus ojos, a la vez, se notaban secos por el cansancio.
Empezó a escuchar aplausos y, de repente, una avalancha de personas estaban vitoreando frente a él, mirándolo con evidente emoción. Sus pequeños pero decididos pasos habían conmovido a los más adultos, que no escatimaban en escándalo al celebrar. El cejo se le frunció y soltó un suspiro, muestra explícita de su profunda indignación. Últimamente se estaba volviendo una rutina esto de desconocerse mientras estaba inmerso en las vivencias de alguien ya ausente, lo que comúnmente se considera como recordar.
Cansado de ser continuamente el espectador de un pasado impropio, recurrió a la irritación, que lo condujo a arrojar el libro, aunque no había reparado en las consecuencias que podía llegar a traer aquella súbita expresión de fastidio: el libro había adquirido suficiente impulso para llegar hasta la pared, y se produjo un choque inoportuno, justo al lado de la puerta. Si tan sólo la gravedad no actuase en su cuarto, o la obra que había estado leyendo no hubiese tenido tantas páginas...
Cayó, y las hojas se doblaron al tocar el suelo. Su velocidad era, ahora sí, nula respecto a él.
El pánico lo invadió por unos segundos. Se quedó mirando el libro, como conmocionado; como si el golpe hubiese sido en su cabeza, y su atención se hubiese ido en forma de ruido. Extrañamente, luego de la caída, la habitación contagió una sensación más profunda de vacío, como si en vez de un golpe el libro hubiese provocado un estrépito.
Apartó la vista para ver la hora. Casi las cinco de la madrugada. Demasiado tarde para él, pero temprano para los otros. "Otros", se dijo a sí mismo. Reaccionó, y con intención de levantar la evidencia de su exabrupto, se acercó al libro para luego apagar las luces. Pero notó algo al dar los primeros pasos, algo que llamó su atención aún más que el libro caído: la puerta no estaba totalmente cerrada.
El ruido, que aún lo aturdía, se volvió un abismo visual. Había pasado por las antípodas de los dos sentidos que más usaba en menos de cinco minutos. Ahora era preso de aquel surco de oscuridad inmensurable, pero no infinito, porque aún era consciente de los límites de ese lugar, y del pasillo que separaba su habitación con la de enfrente.
"Si tan sólo los otros se dan cuenta..." pensó. En ese momento, escuchó un crujido.
Esperó la sentencia, o mejor dicho, la confirmación de ya haberse delatado. Esperaba un murmullo, algún desliz, algún calzado arrastrándose luchando contra el rozamiento, o la presión contra el interruptor de luz. Esa sería la señal definitiva de que alguno se había despertado. Esperó, impaciente, algo, alguien.
Ningún sonido, ninguna luz.
Se acercó aún más, a unos centímetros de la franja oscura. No sabía si lo estaba guiando la curiosidad o la ansiedad de encontrar algo, aunque sí intuía que ese algo lo hacía mantenerse allí.
Quizás, la búsqueda excesiva de ese algo lo estaba sugestionando, haciéndole creer que aparecería. O quizás, el simple hecho de estar seguro de que alguien o algo iba a entrar en cualquier momento no lo dejaba desconcentrarse. Aunque, pensándolo mejor, quizás era tal el estado de sobriedad que le había estado contagiando la idea de algo asomándose, que prefería quedarse con esta distracción. Por lo menos había dejado de pensar en los recuerdos, aunque en su lugar se encontraba la decepción de no tener algo mejor para distenderse de aquellas imágenes.
Otro crujido se hizo presente. En medio del pasillo, escuchó como si algo se estuviera apoyando contra el suelo. ¿Había sido el pie de alguno de ellos? No, no suelen estar despiertos a esta hora. Sus ojos se ahondaron aún más en el abismo, intentando ver o distinguir algo más allá de lo que recordaba, y las manos se le empezaron a enfriar, producto de la sudoración.
Dormir ya no era una prioridad. Había entrado en un estado insomne; atento todo el tiempo, como si lo fueran a atacar. Sólo era capaz de percibir la pesadez de sus ojos, mezclada con mareos y desgano. Su mente, a pesar de hacer su mayor esfuerzo por concentrarse, estaba ida, y era incapaz de orientar alguna idea razonable. Fue así como surgieron más recuerdos, casi de la misma índole que los anteriores.
¿Y si quisieran contarle algo desde la mera repetición? ¿Y si su memoria quiere que asuma algo de lo que había estado haciendo caso omiso?
Una banda alrededor de la cabeza le pedía cerrar los ojos, y empezó a sentir cómo se le hundían los ojos, para que el peso de los párpados actúe. Comenzó a desconfiar del sueño, porque se intensificó justo cuando habían vuelto los recuerdos. Ahora era un enemigo más, un obstáculo para su encuentro con lo que lo había estado encerrando desde hace tanto. Desde entonces, el sueño tomó el lugar de cómplice, y dejó de sentirla como una necesidad.
¿Levantarse y caminar hasta encontrarlo? Era una posibilidad, pero no lo iba a lograr. Hacía tanto tiempo que no se sentía en condiciones de caminar más allá de ese cuarto, por haber estado deambulando solamente entre esas cuatro paredes.
Qué insensato había sido. En vez de salir a enfrentarse con lo que no podía ver, se había enfocado de más en el más sutil de los surcos, y sin darse cuenta, acababa de caer en el limbo entre el sueño y la vigilia. Su estado insomne no lo abandonaría de ahora en más, y pasaría el resto de sus noches en vela.
Los recuerdos que lo atormentaban eran las pruebas de la división de su psiquis, partes del residuo de aquella fragmentación que alguna vez sucedió.
Cada vez que se veía ante un espejo, notaba esos rasgos que tanto lo confundían. Le eran ajenos, pero no tanto como para no reconocerse. Aún así, esa imagen no era él, sino una simple conjunción de lo que más desconocía. Había llevado demasiado tiempo siendo un sonámbulo. Despierto, pero no presente. Moviéndose cuando era debido, aunque sólo gesticulando débilmente.
Sentirse incompleto por tener partes que no son propias es como volverse ajeno. Ya no hay ideas ni decisiones sin inspección, y la privacidad pasa a ser una necesidad que se convierte en anhelo, pues cada parte vigila a las otras en todo momento.
Algún día volveré. Entraré cuando él pueda discernir entre las decisiones que tomamos, y por fin estaré completo. Por ahora sólo me queda ser la voz que le inspira a actuar, la sombra que lo mira desde afuera, mientras escucho vagamente los recuerdos que tenemos.
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