Post somnium II

Límites

    “¿Sabés qué es lo peor de vivir encarcelado en la mera imaginación?”, preguntó a su amigo, que yacía acostado frente a él. Éste le devolvió una mirada perdida, casi como si se hubiese olvidado de la pregunta, o no entendiese hacia dónde iba.
 “Las expectativas recurrentes”, continuó. "Tus miedos y recuerdos pasan a ser meras especulaciones, incluso tus vínculos sucumben a la idealización".
 A pesar de que todavía no le encontraba sentido a aquella fanfarronería, había logrado entender algo. «¿Cómo alguien puede darse el lujo de vivir imaginando, estando rodeado de la realidad menos imaginable?», pensó.
 “Lo peor de todo es que no hay forma de evitarlas”, prosiguió, sin detenerse a mirarlo. “Están presentes mientras dormís, cuando hablás con alguien, incluso si estás en medio de la nada. Es un sueño recurrente que, como siempre, viene acompañada de un abrupto despertar”.
 «Más bien una negación recurrente de tu extrema soledad». Se rió para sí. El otro lo miró, inquisitivo, y dejó de lado la expresión serena con la que hasta entonces había estado reflexionando. Se levantó y se le acercó para acomodarle la cabeza, dejándole como vista únicamente la puesta del sol.

 Todo parecía indicar que la charla del día había concluído. El silencio que traería la noche siempre borraba cualquier recelo generado durante los intercambios. O al menos eso creía, hasta que escuchó al otro decir con la voz apagada:
 “No era necesaria la risa, menos cuando te estoy compartiendo algo tan importante”.
    Se estremeció.
   ¿Cómo se había dado cuenta de la burla? «Seguro fue sólo una coincidencia, o quizás dejé entrever algún gesto». No, no era posible. Siempre había sido bueno para ocultar sus emociones: si quería pasar inadvertida alguna reacción, simplemente mantenía sus ojos inmóviles, fijos en un punto, y no parpadeaba.
 "¿Alguna vez te cuestionaste el motivo de tu limitada motricidad?”, preguntó el otro, a secas.
 No sabía qué responder, pero daba igual; aunque hubiese querido hacerlo, no podían verse.
 «Limitada motricidad» se repitió. Nunca había considerado pensar en sí mismo como un conjunto de extremidades móviles. Límites, limitaciones, de eso sí sabía. Una vida entera entre paredes diseñadas por su corta visión había sido más que suficiente. Su mundo rara vez se extendía más allá del cielo que le tocó que, incluso a veces, aparentaba ser una continuación difusa del techo.
    "Soy tu único escape a la realidad, ¿no lo ves?", se limitó a decirle.
 Tenía razón, vivía a través de él. No tenía información sobre lo que ocurría a sus espaldas, más allá de lo que el otro le contaba. Al fin y al cabo, no podía hablar, o no sabía cómo. Su única forma de comunicarse había sido siempre a través de su mirada, algo tan subjetivo que su interlocutor no siempre lograba descifrar.
 «¿Por qué me está diciendo todo esto?», pensó, intranquilo. «¿Y qué quiso decir con todo eso de la imaginación y sus vínculos? Yo soy su único vínculo, no tiene a nadie más. Siempre estuvo acá, conmigo», se detuvo. Cerró los ojos, y encontró su boca. "No tenemos a nadie más", dijo en voz alta, y al finalizar sintió como el otro le dio un breve impulso en la nuca.
 Lo había librado de la condena de mirar siempre hacia arriba: ya no era más prisionero. Ahora podía ver la ciudad. Cada cuerpo, cada calle abandonada, cada chatarra desparramada, todo se volvía más definido con cada segundo que pasaba.
   
Iba a dejar de existir, lo tenía en claro, pero no desaparecería de la memoria del otro. Desde entonces -o quizás desde siempre- sus límites coincidirán con los recuerdos de su secuestrador.

   Lo había dejado ir, finalmente. Había arrojado a su último amigo a la deriva de un mundo ya destruido, del que cuelgan restos y cadáveres sin sepultura.
    Miró hacia el horizonte, con la esperanza de que el silencio no se rompiera.

 


Una despedida a oscuras, 2021.

"Mientras existan ventanas, el ser más humilde de la tierra tendrá su parte de la libertad"
Nothomb, Amélie. 1999. Estupor y temblores.



 

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